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La cámara de diputados del Congreso de la Unión, es en realidad un teatro donde diario hay puestas en escena; estos actores ganan más que muchos directores de empresas, el público son ellos mismos, votan por las leyes que les llega de Palacio, y al final, hasta se aplauden solitos. Su sueldo lo pagamos usted y yo.
Estos actores, son en realidad apoderados, mandatarios, a quienes históricamente nosotros los mandantes o poderdantes, les hemos otorgado amplias facultades al haber votado por ellos, para que decidan que leyes inventar, que reglamentos, y aunque usted no esté de acuerdo si acaso tuvo la manera de agenciarse algún texto, ellos levanten su dedito, y de acuerdo a instrucciones de "arriba" decidan la suerte de esta empresa, propiedad de usted y mía, llamada México.
Hace décadas ―quizás nueve― que estos personajes llamados "diputados", son en realidad los empleados del presidente en turno. Nunca, de verdad nunca nos han representado, ni lo harán. Olvídelo, descártelo. Además, son unos sujetos que ―con muy pocas y honrosas excepciones―, escasamente terminaron la primaria. No tienen idea que contiene la Constitución. No son abogados, ni juristas, ni mucho menos constitucionalistas. Son ignorantes. Y si usted me pregunta: ¿Dónde radica el mayor mal de nuestra nación? Le contestaría sin dudarlo, que no está en el crimen organizado, o la policía, o los gobernadores, o los alcaldes. El origen de todos, verdaderamente de todos nuestros males, se concentra en la cámara de diputados; en un teatro donde todos los días se representa una farsa, y el final de la misma, es lo que vemos fuera de este circo.
Desde niños nos han vendido la idea de que un país se compone, idealmente, de tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Y en efecto, así es el legado que nos dejó el derecho romano.
El único "problemita" es que lo hemos deformado ligeramente. Veamos porqué:
En época de la República Romana, el poder ejecutivo se concentraba en el cónsul, a veces con funciones de dictador, el legislativo en el senado, y el judicial en magistrados y jueces. Los diputados no existían, pues esta es la más tramposa y malévola invención del mundo moderno. México no tiene la exclusividad, y más aún, la ha perfeccionado perversamente para crear una presidencia omnipotente.
Sin embargo, en Roma, lo verdaderamente valioso en esa división, auténtica y real, de poderes, era el miedo palpable de las clases ricas y acomodadas, llamadas Patricios, de que las clases populares conocidos como Plebeyos que eran la mayoría, decidieran separarse de Roma y formar otro país. Hoy le llamamos balcanización. Además, estos últimos lucharon constantemente por tener un poder real dentro de la organización social. Si bien la estructura y organigrama de clases es un poco más extensa, para los efectos de este artículo, me conformo con reducirla a éstas dos: Patricios y Plebeyos.
Ahora bien, el pueblo estaba organizado de tal manera, que se dividía en tribus, representada cada una por una figura de gran poder llamada "tribuno", independientemente que había otro tipo de tribuno con funciones estrictamente militares.
Este tribuno, surgido del pueblo, de la clase plebeya, era elegido en algo llamado "Concilium Plebis", y tenía una serie de poderes que generaban un equilibrio político y social muy interesante, es decir que en primer lugar podía convocar a plebiscitos, además de contar con algo llamado "poder negativo", ―Ius intercessionis, o derecho a interceder―. Esto significaba que, si bien no podía votar a favor de una ley, sí podía vetarla en el senado, siempre y cuando hubiera sido votada en contra, en el plebiscito popular, asimismo, si acaso este tribuno, consideraba que pudiera tener efectos negativos para sus representados, los plebeyos, también la vetaba. Su cargo duraba un año.
El senado diseñaba las leyes, pero no las podía votar para su aprobación. Esta facultad era exclusiva y auténticamente de "la plebe", de los plebeyos, de la clase popular. Los diputados no se habían inventado. ¿Un sueño? No, querido lector. Sólo le estoy relatando algo que comenzó en el año 494 A.C. Ya llovió en los últimos 2,500 años.
El efecto de todo lo anterior era que: El senado se componía por eruditos y jurisconsultos, y hacían su mejor trabajo diseñando las mejores leyes, justas, equilibradas y funcionales, para que tuvieran buena probabilidad de ser votadas favorablemente por la plebe. Se tenían que juntar para votar, los votos se decían en voz alta, y la gente sabía quién decía sí, y quien no. Con mayoría más uno, la ley era aprobada.
Ley que no votaba en forma directa el pueblo ―los plebeyos― no era ley. Punto final.
El tribuno podía paralizar al senado, inclusive al cónsul, siempre y cuando no estuviera en funciones de dictador. Su poder era inmenso, pero absolutamente limitado. Con el tiempo esto fue degenerándose y perdiendo fuerza, misma que fue recobrando el senado, en virtud de la imposibilidad física de reunir a toda la gente para el "Concilium Plebis".
Faltaban veinticinco siglos para inventar Internet, con lo que quiero decirle, querido lector, que ahora sería increíblemente sencillo, que toda la gente votara por una ley, revisándola en su celular, y dejar de hacer lo absurdo que es darle el poder más absoluto a 500 sujetos, quienes diario deciden a su antojo el destino de 125 millones de "plebeyos".
Por todo lo anterior, mi propuesta ideal y utópica, pero eventualmente posible, se compone de cinco puntos:
1) Despedir sin sus tres meses de sueldo, ni vacaciones, a los 500 diputados; mandarlos a estudiar a escuelas primarias, secundarias, y universidades, y que trabajen para pagarse su colegiatura. Podrían tener la opción de abrir una taquería, y aprender cómo producir dinero, crear empleos, en lugar de gastar a manos llenas, lo que no es suyo.
2) Clausurar el teatro, es decir la carpa de diputados, vender el inmueble para pagar un poco de la deuda pública. Prometo no cobrar comisión si me lo dan a vender. Sería mi aportación real.
3) Decirle al senado que siga haciendo su trabajo lo mejor hecho, y que seguimos confiando en ellos, pues para ser justos, hay gente muy valiosa y mejor preparada en ese recinto, pero que a partir de mañana ya no pueden levantar su dedito, pues ese derecho ya es de nosotros, es decir de la plebe, los plebeyos, por lo que se convierte en un tema no negociable.
4) Ir pensando quien sería nuestro tribuno, y de cuantas tribus se compondría nuestro país. Tiene que ser número non.
5) Despedir al presidente que no ha servido al pueblo, sino que más bien se ha servido del pueblo. Esta sería la nueva facultad del senado: contratar y despedir en cualquier momento al presidente, primer ministro o el nombre que decidan ponerle. Sus facultades ya se discutirían en el mismo senado.
Con todo lo anterior, creo que tendríamos un presidente que sería un excelente administrador, y se preocuparía por ser un buen líder. Su poder estaría acotado, y sería alguien con verdadera vocación de servicio.
Eso sí, mientras existan los diputados y senadores que hacen lo que quieren, que se mandan solos, que no nos reportan, que siguen diseñando y aprobando leyes al vapor, para cobrar cuotas políticas, no podemos aspirar a ser plebeyos, lo cual es el concepto del verdadero ciudadano, que participa, estudia, discute, y se reserva su derecho de votar como lo más sagrado, sin entregarle este poder a persona alguna.
Queridos lectores, debo decirles que la clase alta, media, o baja, no existen. Lo que hay son gente que hace mucho, mediano o poco por el resto de la sociedad. Las clases no son más que una fantasía creada, para evitar que usted pueda imaginar que algún día, pueda ser un auténtico plebeyo, que decide en mayoría con otros al igual que usted, cuál será el destino de su nación, ordenándole a sus gobernantes cómo gobernar.
Sólo imagine la importancia y jerarquía de los plebeyos, de la plebe, o lo que hoy se entiende como "pueblo", lo cual permite que exista un senado, magistrados, y jueces, así como un cónsul, o sea un presidente, quienes conformamos la posibilidad de que exista un país, y que además ya lo contempla desde siempre, nuestra carta magna en su Artículo 39: "La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno". Extrañamente, este artículo ha estado intacto y sin modificación alguna, desde 1917.
Ser plebeyo significa: comprender que hay que enajenar nuestra voluntad individual, para depositarla en la voluntad de la mayoría de la sociedad, la cual a su vez, la confiará en sus gobernantes.
Ya lo dijo Lincoln: "Ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otro sin su consentimiento". Y si algún día debo comenzar a creer en la democracia, se debería cumplir el segundo precepto de este legendario presidente, quien es recordado por su inmortal frase de: "La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo".
Debe quedar claro que el concepto de plebeyo, no significa denostar la condición del ciudadano, y por el contrario, nos abre la puerta para entender cuál debiera ser el ideal de la sociedad gobernada. ¡Claro! siempre y cuando no tengamos que malbaratar, ni mucho menos entregar incondicionalmente nuestro poder de aceptar o rechazar las leyes que nos gobiernan, a unos cuantos sujetos llamados diputados, a quienes todavía les seguimos entregando, cada tres años, un poder incondicional, gracias a un tache en una boleta.
Por mí, eso se terminó, y si bien seguiré votando, la boleta de diputados la cancelaré. A mí ya no me representan más, pues en realidad nunca me han representado. Mi riesgo es que el resto de los votantes, en mayoría, les siga regalando ese poder. Ni modo, pero creo que yo habré dado un primer paso.
En cuanto a mi voto para presidente, será tema de otro artículo.
Por lo pronto me quedo frustrado. Sé que me falta mucho para ser, un auténtico plebeyo.
CLAUDIO MÁRQUEZ PASSY
Hemos querido reinventar lo que los romanos ya habían perfeccionado hace 2,500 años. La verdadera república es donde el pueblo decide por sus leyes, y confía en sus gobernantes. La propuesta que encierra mi novela, da un paso adicional, mismo que el lector descubrirá al paso de su lectura.
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